Vamos
a disfrutar de la trayectoria artística y de la maravilosa producción de los grandes maestros de la
pintura del Cinquecento, Miguel Ángel, Leonardo y Rafael. Estos tres grandes artistas tienen una personalidad tan acusada que no caben dentro de los límites de ninguna escuela, aunque podemos hablar de un foco romano por su vinculación a los proyectos papales. Por ello hay que señalar la diferenciación de este núcleo artístico y de la pintura colorista de la escuela veneciana de Giorgione y
de Tiziano.
1- LEONARDO DA VINCI (Vinci, Florencia, 1452-Amboise, 1519)
A
pesar de que Leonardo nació en 1452, siendo casi contemporáneo de
Botticelli, su modernidad, su ruptura con los usos pictóricos del
momento, permiten clasificarle como un pintor adelantado a su tiempo.
Fue un científico que aporta a la pintura el espíritu de la
investigación, la observación de los fenómenos y la percepción del mundo
a través de los sentidos. Un artista cuyo trabajo fundamental será la
copia de la naturaleza por un lado, y la invención por otro, al no
seguir al pie de la letra los esquemas estéticos al uso.
Leonardo
ha sido siempre famoso por la amplitud fantástica de su genio: artista,
anatomista y un gran científico en muchas ramas del conocimiento, como
botánica, geología e incluso principios de aeronáutica. Para much@s de
sus contemporáne@s, Leonardo debió parecer un hombre raro que perdía el
tiempo con proyectos extravagantes. Apenas se conservan unas 15 pinturas
suyas, algunas dañadas sin arreglo.
Trabajó en el
taller de Verrochio en Florencia, aunque ya en sus primeras obras se
desmarca del estilo básico de su maestro. En “El Bautismo de Cristo” se
diferencia claramente la figura del ángel de la izquierda, realizada por
el ayudante (Leonardo) del resto del conjunto realizado por el maestro.
La pintura del maestro parece seca, convencional. Las figuras centrales
están apresadas por las normas visuales del Quattrocento. Sin embargo,
si apreciamos el ángel arrodillado de rostro dulce y pelo minuciosamente
dibujado, preludia el sfumato de Leonardo. Tiene los rasgos del rostro
muy delicados y el ojo el contorno difuminado.
En
otras obras iniciales, como “La Anunciación” (h. 1473) o “La Virgen con
el niño y un jarrón” (h. 1475), se preludian los futuros paisajes
leonardescos: azulado a medida que se aleja la mirada, presencia de
rocas misteriosas y una gran profusión de detalles naturalistas. “La
Anunciación” es a menudo considerada como el primer trabajo individual
de Leonardo. En ella es posible observar una perspectiva bien
construida. Además en ella se acerca a la naturaleza y a la botánica:
las plantas como seres vivos observados y representados de forma
realista. También parte de la observación de la realidad para dibujar al
Ángel (sus alas son producto del estudio detallado de la de un ave) y
el vestido de la Madonna (copiado de un trozo de tela real).
Ya
alejado del taller de Verrochio, acometió sin acabarlos, dos grandes
cuadros de gran ambición espacial y técnica: “La Adoración” (h. 1481) y
“San Jerónimo”. “La Adoración” está llena de gestos y de expresiones. La
composición sigue un esquema piramidal y centralizado dentro de un
espíritu clásico que contrasta con el resto de la escena (grupo de
caballos), y está impregnada de una cualidad misteriosa y romántica. “El
San Jerónimo” nos muestra otra faceta de Leonardo: su “teoría de la
expresión” (observar a la gente sin que se sepa observada y captar sus
emociones).
En 1482, Leonardo abandona Florencia y
acude a Milán, y allí colabora con el duque Ludovico Sforza, quien le
encarga la estatua ecuestre de su padre Francesco. Tras 16 años de
estudio, deja sin fundir el caballo al no satisfacerle el movimiento del
mismo. Mientras tanto realiza dos obras maestras: “La Virgen de las
Rocas” (h. 1483-1486) y “La última cena” (h. 1495). Estas obras suelen
verse como el inicio del concepto Alto Renacimiento o Clasicismo, el
periodo en el que supuestamente las formas del arte adquieren el grado
máximo de madurez.
“La Virgen de las Rocas”: existen
dos versiones: una en el Louvre y otra en la National Gallery de
Londres. En esta obra perfecciona la composición piramidal, el sfumato
(sombrear las figuras y diluirlas mediante claroscuros en el espacio) y
la perspectiva aérea (basada en la importancia que adquiere la
atmósfera: “cuanto más nos alejamos de un lugar, las formas se harán
menos nítidas y los colores más azules).
“La última
cena”: problemas técnicos menguan hoy en día la grandeza de esta obra
maestra milanesa. Pintada en 1498 para el refectorio del convento
dominico de Santa María delle Grazie. Leonardo experimentó en ella una
nueva técnica inventada por él, y el resultado fue desastroso, ya que
debido a ello, hoy en día se conserva en muy mal estado. Su intención
era evitar los inconvenientes del fresco tradicional (rapidez de
ejecución e imposibilidad de retoque). Esta obra es una de las más
intelectualmente pensadas. Siguiendo las leyes de la perspectiva,
agranda ópticamente el muro frontal. En los gestos especifica cómo cada
apóstol vive el momento trágico con una actitud distinta: unos buscan el
perdón, otros aparecen mentalmente alejados de la escena. También en el
plano compositivo rompe con las reglas anteriores. Rechaza el esquema
al uso en el que la línea de los apóstoles se rompe con Judas sentado al
otro lado de la mesa.
Cuando a finales de 1499 los
franceses invadieron Milán y la dinastía Sforza cayó, tanto Leonardo
como Bramante huyeron y se fueron al sur. Después de pasar por Mantua y
Venecia, llega a Florencia en 1500 precedido de la fama de su “Última
Cena”. De este segundo periodo florentino es otra de sus grandes obras
maestras, “Santa Ana, La Virgen y el Niño”, donde recoge algunos de los
avances puestos ya en evidencia en “La Virgen de las Rocas”. Recurre
otra vez al esquema piramidal, con unos personajes unidos física y
psicológicamente. También pone en práctica algunas de sus ideal sobre el
claroscuro. Practica asimismo el contraposto del que hablan sus
escritos: la cabeza no debía estar orientada en la misma dirección del
pecho, para facilitar el movimiento de los brazos. Una vez más todo
parece estar en un equilibrio inestable y suspendido en el tiempo. Las
mujeres representadas parecen muy jóvenes.
A lo largo
de su carrera, Leonardo pintó una serie de retratos que culminarían con
la pintura de “La Gioconda”, que no solo es una obra maestra, sino uno
de los más importantes iconos culturales de la sociedad occidental.
Destacan el “Retrato de Ginevra de Benci”, “La Dama del armiño”, “El
músico”, “La dama de la redecilla de perlas” y “La Bella Ferronnière”,
los cuales participan también del sfumato que diluye los contornos hasta
fundirlos con la misma atmósfera.
En el retrato de la
mujer de Francesco del Giocondo, “Mona Lisa” o “La Gioconda”, se pone de
manifiesto toda la potencia descriptiva de Leonardo, toda su particular
comprensión del retrato, en la que los rasgos se determinan e
indeterminan a la vez. Un rostro vibrante aunque delicadamente dibujado a
través de un sutil sfumato que une las cejas a la nariz y la nariz a la
boca cuyas comisuras conservan, a pesar de la sonrisa, parte de
melancolía. El paisaje, mantiene ese difícil equilibrio entre copia fiel
y realidad e invención fantástica, vuelve a ser símbolo casi
psicológico: las rocas, las grutas, las fuerzas naturales incontenidas
que contrastan con la calma triste de esa dama que sonríe. Parte de la
magia del cuadro se halla en lo preciso de la composición, en el sumo
cuidado con que el artista ha calculado cada uno de los ejes. Una
técnica depuradísima en la que nada se deja al azar; un control sobre el
espacio y el movimiento en el espacio, sobre la luz y las tinieblas.
En
1506 Leonardo llegó a un acuerdo con los franceses y regresó a Milán.
En 1507 fue nombrado pintor de Francisco I de Francia. Cuando terminó el
dominio francés sobre Milán en 1512 fue a Roma, a instancia de Giulio
de Médici, primo del papa, y se instaló en el Vaticano. Fue un periodo
de frustración e inactividad, precisamente en los momentos en los que
Miguel Ángel y Rafael realizaban sus grandes obras. En 1517, algo
desesperado, se fue a Francia, aceptando la oferta de Francisco I, pero
ya era un anciano y solo le quedaban dos años de vida. Su fama le había
abandonado al final, mientras la gloria era para los hombres jóvenes que
habían aprendido de él, pero que ahora se repartían Roma entre ellos.
2- RAFAEL SANCIO (Urbino, 1483- Roma, 1520)
El
misterio de la pintura de Leonardo se torna en claridad con Rafael.
Rafael es dueño de un lenguaje comprensible, sereno y armonioso.
El
atractivo físico del pintor y su carácter cordial, unido a la fervorosa
devoción que provocaban sus obras, lo convirtieron a los ojos de sus
contemporáneos en un semidios. En su vida se sucedieron cuatro etapas:
Perugia: 1494-1500
Urbino: 1500-1504
Florencia: 1504-1508
Roma: 1508-1520
En
Perugia adquiere las tonalidades claras, las posturas elegantes y los
paisajes idílicos al entrar en contacto con Pietro Perugino, maestro
local. En Urbino profundiza en los estudios de perspectiva que, desde la
estancia de Piero della Francesca en la corte ducal, habían sido una
preocupación constante en los medios artísticos. De estos primeros años
son dos obras importantes: “La coronación de la Virgen”, en la que
dividía la composición en dos registros y en la que presenta ya algunos
recursos novedosos como la posición oblicua de los sarcófagos o la
utilización atrevida de las gamas cromáticas, y “Los desposorios de la
Virgen”. En esta última pinta una gran plaza con un templete central
con una planta de 16 lados que sirve de fondo a la historia que se
desarrolla en un primer plano. En ellas las figuras se disponen según un
ritmo curvilíneo. En la obra predomina la geometría, la claridad
matemática y gran maestría en el uso de la perspectiva, que codifica
según los principios codificados por Alberti y Piero della Francesca.
Sin embargo todavía mantiene algunas reminiscencias tradicionales, como
la anatomía de los personajes.
La etapa florentina se
caracteriza por asimilar la composición piramidal y el sfumato
leonardesco, ingredientes con los que realizará una nueva tipología
religiosa, que pasará a la historia con el genérico nombre de “Madonna”,
y que le darán un éxito fulminante. Los ejemplos más importantes son la
“Madonna del Granduca” (1505), la “Madonna del Jilguero” (1506-1507) y
la “Madonna del Prado” (1506). En ellas encontramos la influencia de
Leonardo en la búsqueda del sfumato, aunque sustituye el misterio de los
rostros por una expresión mucho más humanizada. Los rostros de las
Vírgenes son serenos y dulces, aunque al estar concentradas en sí
mismas, resultan algo distantes. No establecen ningún tipo de relación
con el mundo del espectador. Los juegos inocentes de los niños
contribuyen a crear cierta atmósfera de familiaridad, que contrasta el
ensimismamiento de estas vírgenes.
Pero la vida de
Rafael cambia en 1508 cuando Julio II lo convoca a Roma para confiarle
la decoración de las cuatro habitaciones conocidas como “Estancias
Vaticanas”: “Cámara de la Signatura”, “de Heliodoro”, “del Incendio del
Borgo” y “de Constantino”. Finalmente solo realiza personalmente la
primera, que era la sede del Tribunal pontificio y le servía a Julio II
de biblioteca privada. Representó en sus cuatro frentes un programa
humanístico con alusiones a la Jurisprudencia, la Poesía, la Teología y
la Filosofía. Las dos últimas alegorías son sus frescos más logrados:
“La disputa del Santísimo Sacramento”, que es un himno a la teología
realizado con una perfecta simetría, y “La escuela de Atenas”.
En
“La escuela de Atenas”, bajo la bóveda de una arquitectura clásica (que
recuerdan las de la Basílica de Majencio, así como las de Bramante del
proyecto de San Pedro) aparece, en armónica y animada concurrencia, la
multitud de sabios y filósofos de la Antigüedad que representan las
distintas disciplinas de la tradicional división de las artes liberales.
A ambos lados las figuras de Apolo y Palas Atenea, las divinidades
protectoras del pensamiento y de las artes, presiden la Asamblea. En
medio de tod@s y dominando la escena se encuentran las dos figuras
señeras de Platón, sosteniendo el timeo y señalando el mundo de las
ideas, y Aristóteles, con la Ética, señalando al suelo, hacia las
realidades empíricas. No aparecen como actitudes irreconciliables, sino
más bien como dos formas de acercamiento a una única verdad. Sus figuras
son las únicas que destacan sobre el fondo del cielo. En toda la obra
prima la unidad. El fondo arquitectónico y la disposición de la
perspectiva central determinan la sensación estática de la composición.
Los personajes pueden andar, adquirir distintas posturas, pero la
fuerte franja horizontal refuerza el equilibrio y el estatismo del
conjunto. Visión estática y filosófica del neoplatonismo de la época,
que concebía la imagen del Universo como una construcción armónica, en
la que el hombre y el arte son reflejo de un orden superior cósmico, en
consonancia con las teorías de Pitágoras recogidas por Platón en su
Timeo.
Fuera del Vaticano decoró la residencia romana
del banquero Agustín Chigi, llamada “Villa Farnesina” con pinturas
mitológicas y grutescos. “Grutescos” es el nombre que reciben las
pinturas encontradas en las galerías de la Domus Aurea de Nerón. La
temática es caprichosa y monstruosa. El tema principal representado en
Villa Farnesina fue el “Triunfo de Galatea”. En esta pintura Rafael
representa a Galatea con sus alegres compañer@s en una rica e intrincada
composición. Cada movimiento responde a otro contramovimiento. Lo más
admirable es que todos esos movimientos distintos se reflejan y
coinciden en la figura misma de Galatea, cuyo rostro es el centro mismo
de la composición.
Otra de las especialidades de Rafael
fue el retrato. Ya en su etapa florentina había realizado sus primeros
encargos, pero a partir de 1510 el interés por el individuo y sus
particularidades se va a ver reflejado en la serie de retratos que
realiza. Destacarán “Retrato de Cardenal”, “Retrato de Tomasso
Inghirami”, el “Retrato de Julio II”, que constituye el primer retrato
de Estado de un pontífice y el “Retrato de Baltasar Castiglione”.
También durante este periodo, fuera del Vaticano, Rafael sigue
realizando Madonnas y cuadros de altar. En estas obras todavía se
percibe una conexión con los modelos leonardescos, aunque ya se refleja
un acercamiento a la pintura veneciana. Aparece en ellas el recurso de
la mirada directa. Logra composiciones circulares, pero gracias al
acierto de disponer el juego de miradas directas hacia el espectador de
la Madre y el Hijo confiere a todo el conjunto una fuerte sensación de
equilibrio. Si en las composiciones florentinas, las figuras quedaban
encerradas en su mundo, las romanas, a través de este juego de miradas
frontales y directas, se establece un nexo de unión con el espectador.
Destacan la “Madonna de Foliguo”, “La Madonna Sixtina” (considerada
desde el siglo XVIII como la expresión más perfecta del arte clásico) y
la “Madonna de la silla”, en formato de tondo.
Coincidiendo
con el pontificado de León X, que colma a Rafael de favores e
importantes encargos (nombrado arquitecto de San Pedro en 1514), se
inicia la última etapa de su obra, que algunos críticos han considerado
de declive, viendo en ella los signos de una incipiente violación de los
principios clásicos. Algunas obras importantes de este momento fueron:
Los
cartones para diez tapices con los “Hechos de los Ápóstoles”. Fueron
tejidos en Bruselas y expedidos a la capilla vaticana de León X.
“El
incendio del Borgo”. Fresco que da nombre a la tercera estancia del
Vaticano. Debía exaltar la figura del nuevo pontífice, glorificando su
nombre, pues en la época de León IV (847-855) un gran incendio arrasó
parte del antiguo Borgo de San Pedro y gracias a la intervención del
Papa, con su bendición, las llamas fueron sofocadas. El fresco contrasta
con sus obras anteriores, pues es una sucesión desorganizada de
episodios, sin conexión entre sí, falta de unidad, improvisación...
“La Transfiguración” (1518-1520). Obra inconclusa.
3- MIGUEL ÁNGEL BUONARROTI (Capresse, 1475-Roma, 1564)
Este gran genio se inició en el arte a través de la pintura. A los trece años su padre lo
colocó en el taller de Ghirlandaio, donde aprende la técnica del fresco y
de quien toma la paleta brillante, de amarillos azafranados, carmines,
verdes y azul ultramar, y algún otro rasgo estilístico. En cambio el
esplendor plástico de la figura lo adquiere contemplando a los vigorosos
y dramáticos maestros del pasado, como Giotto y Masaccio.
Su
primera obra sobre tabla plenamente documentada y acabada por Miguel
Ángel fue el “Tondo Doni” (1504), realizada para la boda de Agnolo Doni,
un noble florentino aficionado a las artes. Presenta una composición
sin precedentes: las tres personas de la Sagrada Familia aparecen
dispuestas frontalmente. San José está detrás y delante de él la Virgen,
sentada en el suelo en sus rodillas, gira hacia su derecha el tronco,
la cabeza y los brazos para recibir al Niño. La representación de unas
relaciones espaciales complejas supone una dificultad extrema. Se
demuestra un gran dominio de la anatomía y de la representación de las
figuras humanas en el espacio, destacando los escorzos de los brazos.
Los desnudos que cubren el horizonte detrás de la Sagrada Familia debía
tener alguna función simbólica o argumental. El pequeño San Juan
Bautista se sitúa a la derecha y contempla al niño Dios con una
expresión amorosa. Para muchos autores, la obra más importante que
Miguel Ángel hizo en Florencia durante la estancia de 1501-1505 no fue
la estatua de David, sino el cartón preparatorio para el fresco de “La
Batalla de Cascina”.
Restaurado el régimen republicano
en Florencia tras la expulsión de los Médici, el nuevo gobierno decidió
decorar la sala del Consejo del Palazzo Vecchio con escenas
representando las victorias de Florencia. Se contó con Leonardo y Miguel
Ángel, que recibió el encargo de representar en la parte derecha del
muro “La batalla de Cascina”, entre Florencia y Pisa. En esta obra pone
en práctica dos de los grandes principios de su arte: el uso del desnudo
como vocabulario básico y la preferencia por el momento de la
expectativa sobre la acción.
De este dominio del dibujo
del cuerpo humano nacerán sus obras maestras, muy especialmente “La
bóveda de la Capilla Sixtina”. Sixto IV en 1471 había dado un gran
impulso al programa de consolidación y monumentalización del Vaticano.
Su aportación más importante había sido la demolición de la vieja
“Grande Capella” y la construcción en el mismo lugar de un edificio que
vino a conocerse, por el nombre del Papa, como “Capella Sixtina”. Entre
1508 y 1512, Miguel Ángel realiza aquí, en la bóveda, su obra pictórica
más célebre, encargada por Julio II. Para levantar ópticamente el techo,
imaginó un conjunto articulado por grandiosas pilastras fingidas, y
entre ellas fue acomodando monumentales figuras de los Profetas y
Sibilas. Bajo ellos se encuentran sus Antecesores: los miembros de la
casa de David. Luego, Miguel Ángel compartimentó el espacio rectangular
del centro en nueve tramos, separados por desnudos, donde narra “La
Creación y la Caída del Hombre”, tal y como figura en el Génesis. A
ellas les da colores más claros para atraer la visión. Antes de empezar a
pintar, Miguel Ángel tuvo que resolver la estructura arquitectónica del
conjunto. Utiliza elementos arquitectónicos pintados de trampantojo. En
el conjunto podemos distinguir tres zonas:
Lunetas y pechinas.
La superficie de los segmentos descendentes de la bóveda que queda entre las pechinas.
Franja central de la bóveda: sucesión de escenas dispuestas transversalmente respecto a la capilla.
En
todas se manifiesta poderosamente la energía del dibujo
miguelangelesco. Los magníficos escorzos resaltan el virtuosismo técnico
de Miguel Ángel. En esta obra se encuentran todas las raíces del
manierismo: los gigantes que se mueven con formidable impulso carecen de
suficiente espacio y la atmósfera adquiere sensación de angustia. Es un
modelo dramático, bien diferente al equilibrio y al optimismo del
hombre del primer Renacimiento.
EL JUICIO FINAL:
Un
cuarto de siglo después, concluía la decoración de la Capilla con esta
grandiosa obra de energía sobrehumana. Si en el techo había pintado el
prólogo de la humanidad, ahora representa el epílogo en la pared del
fondo. El tema es la segunda venida de Cristo que marca el final de los
tiempos, la Resurrección de los muertos y el Juicio Universal (según el
Apocalipsis de San Juan). Si en su primera visita Cristo vino como
hombre para compartir la suerte de los hombres y morir como una víctima,
ahora viene como Dios y como Juez, para separar justos de pecadores.
Miguel Ángel representa el evento en una sola escena, inmensa, sin
dividir el espacio pictórico. Un Cristo joven está en la parte alta del
eje central, con la mano derecha levantada en un gesto de condena hacia
los pecadores. Maria, a su lado, no interceda. A su derecha los elegidos
suben al cielo sostenidos por ángeles; a la izquierda los réprobos se
precipitan en el infierno, donde los aguarda Carente con su barca.
Estilísticamente,
el rasgo más notable es la naturaleza singular de su espacio pictórico.
No obedece a la perspectiva y las proporciones de las figuras son
incoherentes entre sí. No son naturales, ni tampoco lo es la luz que lo
invade todo.
La última obra pictórica de un anciano
Miguel Ángel será la decoración de la “Capilla Paulina” (encargada por
el Papa Paulo III). En ella representa en dos grandes murales “La
Conversión de San Pablo” y “La Crucifixión de San Pedro”. Estos dos
frescos enfrentados, que aglutinan una multitud de figuras, giran cada
uno de ellos en un sentido distinto, garantizando la unidad de la
composición.